Desde nuestro punto de vista, alcanzar la excelencia en algo no tiene que ver con el esforzarse, sino con el permitirse.

Se trata de permitir que aquello que es extremada y específicamente natural para cada uno emerja. Aquello en lo que somos excelentes no nos requiere esfuerzo hacerlo. Al contrario, hacerlo nos revitaliza y nos resulta realmente placentero.

En este fragmento del libro Conciencia sensorial,  Charles V. W. Brooks narra una escena cotidiana en la que podemos ver este vínculo natural entre la excelencia en una tarea y el placer de realizarla.

 

 

La excelencia y el placer

 

Las camareras entraban y salían anotando los pedidos que colocaban en silencio en una bandeja y servían los platos. Mientras, dos ayudantes llevaban los platos limpios y recogían los sucios, partían y ponían mantequilla a las patatas y, de vez en cuando, ponían un filete sobre la parrilla.

 

Todos los hombres eran negros, altos y musculosos, podrían haber sido luchadores o bailarines. Algunas camareras eran blancas y otras negras. Todas estaban atentas al continuo ir y venir de los clientes y, obviamente, habían sido contratadas por su rapidez y eficiencia. Pero toda esta escena era una obra de teatro donde el personaje central era el cocinero. Se movía con tan poco esfuerzo como el agua de un arroyo que se desliza entre las piedras. En todas direcciones, muchas veces en varias direcciones a la vez, con cada brazo trabajando por su cuenta, pero a la vez moviéndose en conjunto con el otro.

 

El hombre se movía con el equilibrio cabal de los peces en el agua y, aunque sus movimientos eran tan veloces como los de los peces, no tenían matiz de urgencia o prisa. Cuando uno podía ver sus ojos estos estaban en perfecta calma, sus labios y mejillas relajadas. Toda su figura era la imagen del bienestar. Ninguna sombra pasaba por su frente, ningún signo de preocupación o concentración. Movía cada filete en el momento exacto y colocaba cada plato servido en la barra para que la camarera lo recogiera, sin dar golpes, en completo silencio. Era evidente que este hombre sentía y gozaba cada movimiento en su totalidad, desde su principio hasta su fin, fundiéndose este fin con el principio del siguiente, con la continuidad de la respiración de una persona durmiendo.

La promoción y el declive

Durante años, cada vez que Charlotte y yo íbamos a Los Ángeles, acudíamos a este lugar y esperábamos hasta encontrar un lugar cercano a la parrilla. Si se considera la vida como una danza, nunca había visto un bailarín más consumado. En el escenario, en un ambiente en el que hubiera podido ser juzgado por conocedores (*), podría haberse convertido en una figura mundial. Pero, de hecho, solo era un cocinero de una enorme eficiencia.

 

Un día que volvimos allí, vimos que había sido promovido. Parecía ser que todos se habían dado cuenta de la presencia y la facilidad con que evidentemente trataba a las personas, de igual manera que lo hacía con las cosas, y lo habían hecho administrador. Estaba de pie, perfectamente vestido, cerca de la caja registradora, atendiendo a los clientes. Pudimos ver el aburrimiento en sus ojos y el entumecimiento en su cintura.

 

Todavía se movía con gracia, pero le habían quitado sus herramientas y habían destruido el significado de su actividad. Para todos, éste era un signo de éxito, para nosotros una ocasión de duelo. Desde entonces los filetes perdieron algo de su sabor y gradualmente dejamos de ir allí.

 

 

Charles V. W. Brooks, del libro Conciencia sensorial

 

(*) El autor diferencia entre erudito y conocedor de esta manera: «El primero ha acumulado un mundo de fragmentos, a veces dudoso, de otras personas, el segundo, un mundo de sus propias experiencias«.

 

¿Te permites tu excelencia?

 

Tere Puig

 

(**) Foto de Johnathan Macedo en Unsplash